Pasar una noche de
sábado en la feria de Lomas de Zamora “La Salada”, puede ser un plan emblema
del Conurbano Bonaerense. Empujones, descuentos, estafas y el cielo de
llegar a fin de mes con unos pocos pesos, retratan una salida más movida que
cualquier tour bolichero.
POR GABRIEL DAVILA
A pocas cuadras, pero muy lejos, la noche de sábado de
Las lomitas no sabe nada de lo que pasa en Fonrouge y Alsina. O se hace la
gila. En esa esquina lomense, cerca de la medianoche, una cuadra de
cola espera la combi que te lleva a la feria La Salada.
El frio pega fuerte y hay que hacerle frente. Las manos en
los bolsillos y los gorros de lana acompañan la espera. Algunos se animan
al equipo de mate. Se habla poco para que el fresco no entre por la boca.
La noche es pura calma y nada matiza la espera.
No soy amigo de las muchedumbres. Y ese debe ser uno
de los lugares donde menos me gustaría estar en el mundo. Pero la
diferencia de precios y principalmente que mi novia no vaya sola,
me hace estar esperando algún micro con la promesa de dos lugares libres
(lugares que finalmente no van a aparecer).
Por cincuenta pesos los vehículos te dejan en la
puerta, en algo más de media hora de viaje sin escalas. El olor a carne asada
nos da la bienvenida a la feria más grande de Latinoamérica, donde
gente de todo el país viene a ganarle en centro del ring a la
crisis.
La óptica de los grandes medios, auspiciada siempre
desde la Cámara de Comercio, la muestra como el reino de lo ilegal
y el delito. Sin embargo, hay mucho más detrás de ese universo con 8.000
puesteros, dos pisos, escalera mecánica, aproximadamente 500 micros por semana
y puestos cotizados en dólares.
Sería un reduccionismo peligroso decir que entrar a La
Salada es entrar a otro mundo, porque no es otra cosa que defensa alta y
cross a la mandíbula del mundo que está antes de las combis. Pero lo que
es cierto es que el tiempo ahí trascurre distinto.
La feria está siempre viva. Ahí no hay noche ni día.
Invierno o verano. Fin de mes o principio. Los puestos van desde comida hasta
farmacia, pasando por todo tipo de ropa. La marea de gente te empuja de
una manera constante. Nunca más, hasta salir de ahí, vas a volver a hacer pie.
Es un gran monstruo que se mueve al unísono. Que respira y
se expande. Todos caminan relajados pero atentos, como tomando marcas en un
córner a lo que pasa alrededor. Las opciones son muchas y varían no sólo
en precio sino en calidad y forma.
A horas de la madrugada sólo está abierta la feria “Punta
Mogotes”, la más grande del complejo y la única techada. La misma consta
de dos pisos.
El piso superior tiene calzado y es el que primero se
queda sin mercadería así que apenas llegamos había que dirigirse ahí. Y
el piso inferior tiene todo tipo de ropa y comida. Ambos pisos están
comunicados por una escalera mecánica que remite a cualquier shopping.
De fondo se escucha una radio propia, que luego
de un par de cumbias hace una editorial sobre María Cash, la chica
desaparecida, primero físicamente y luego de los medios dominantes. Además de
su programación, la radio de La Salada tiene una bolsa de trabajo,
donde se buscan reparadores de pc e instaladores de aire acondicionado.
Afuera la noche sigue avanzando, adentro es un
híbrido de horario. En ese limbo cultural, se mezcla el olor a café con el de
la comida frita. Las bolsas ya no alcanzan y algunos (en su mayoría
comerciantes) se llevan carros enteros de mercadería.
“¿Dónde está la bola, donde está la bola?”, grita un timador
que monta un show del engaño y la estafa, con aplaudidores propios que aparecen
de la nada. Un truco tan viejo como las justificaciones de los ajustes
busca foráneos distraídos para sacarle unos pesos.
Si bien los puestos son parecidos, los feriantes tratan de
destacarse para llamar la atención del cliente con adornos, música fuerte y
hasta bola de luces dignas de cualquier boliche.
Según el periodista económico Alfredo Zaiat, en
un informe presentado en Página/12 llamado “La formación del precio
de la ropa”, el costo de producir ropa equivale sólo 15 % de su precio. Por lo
cual los fabricantes de la feria (que son prácticamente todos) manejan un
costo mucho menor que otros tipos de comerciantes, lo que lleva a hacer mucho
más barato el producto final.
A pesar que los precios son claramente bajos, el regateo es
tan constante como los empujones. Y a medida que pasan las
horas se intensifican (los empujones y los descuentos).
Hora de pegar la vuelta
Cerca de las 4 de la mañana decidimos pegar la vuelta. Las
piernas entumecidas como después de tres pogos completos de un recital del
Indio (con varios Jijiji incluidos) dan la pauta que el fútbol del domingo al
mediodía me va a cobrar factura por la aventura del capitalismo de descuento.
“Dale que faltan tres vueltas más”, arenga el chofer que
promete devolvernos al centro. Por un pequeño hueco de la ventana entra
un hilo de frió
muy profundo. Es como si fuera un rayo helado que te
obliga a correr la mano. La velocidad que toma la combi, más el pequeño
diámetro por el que entra el aire del mayo neoliberal, hace que duela bastante.
Me tapo con una bolsa que tiene quince pares de medias que me costaron 120
pesos. Una ganga ante el frío de estos tiempos.
Muy buena Nota.
ResponderEliminarLa crítica situación de Argentina no deja alternativa mas que visitar estas ferias.
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