miércoles, 22 de junio de 2016

Olfato detector

Dicen que los perros de Calzada te avisan verdades entre ladridos. Un viaje en Literatura al sur del sur. Para que nunca dejes de escuchar a los canes de tu alrededor. Para no dejar de creer en el amor, pero con cautela,  que en un ladrido puede estar la solución. 

POR ADRÍAN BARRERA

Hace unos años llegaba de madrugada a la puerta de mi casa con una chica que me gustó por mucho tiempo. Desde que la conocí me había encantado de una manera que no me había pasado nunca antes. Cuatro años de espera habían pasado hasta esa noche en la que, luego de estar en un bar de San Telmo y habernos dado el primero de muchos besos, finalmente conoció mi casa. No es que fuera de muy lejos pero que alguien que despierta cosas en vos llegue a tu puerta es como mínimo importante.

El efecto de las cervezas artesanales se manifestaba a través de nuestros cálidos y colorados rostros. Entre preguntas que nos hacíamos sobre el pasado salíamos a fumar a la entrada del lugar y el frío neblinoso no borraba nuestras sonrisas. A las cuatro y media decidimos partir del bar y aproveché la caminata por las angostas veredas para preguntarle si quería conocer Calzada, tonta maniobra para intentar disfrazar el hecho de que me acompañe a mi casa. “Vamos y te quedas hasta que sea de día, o por lo menos hasta que llegue un remís que conozcas para que yo me quede tranquilo de que vas a llegar bien”, le dije con la intención de convencerla. Dudó unos segundos, hasta que con su sonrisa borracha me dijo “bueno, dale. Pero me pido un remís y me voy. No me puedo quedar hasta que se haga de día, mi papá no sabe nada que salí con vos. Mi vieja si, pero bueno…”. “No te hagas drama”, contesté mientras dábamos pasos que buscaban firmeza.

Al llegar a una avenida, tomamos un taxi, ambientado con temas de Roxette, que nos llevó hasta Pompeya. Allí subimos al 177 para llegar finalmente a las cinco y media a Calzada. En el viaje se durmió mientras yo frotaba sus manos para que se calentaran, dado que íbamos con la ventanilla abierta para que no se descompusiera. Al bajar, y cruzar la calle se resbaló y cayó. Cuando su rodilla golpeó el helado asfalto no supe qué hacer. Me daba gracia pero a la vez no podía reírme y la tenía que ayudar. Cuando levantó su mirada y nuestros ojos se encontraron soltó una carcajada a la que me uní. Ahora sólo seis cuadras nos separaban de nuestro destino final.

Cuando llegamos, traté de hacer el menor ruido posible para que los perros no se despertaran e hicieran barullo. Algo falló y la jauría salió desbocada a la puerta lateral. El Negro encabezaba la pequeña manada de seis y como tal era el que más fuerte ladraba. Lo que menos tenía era el aspecto tierno que sale en las fotos que suelo publicar. Mostraba los dientes como nunca y cuando le hablaba para calmarlo redoblaba el tono de sus ladridos. “Eh, boludo, soy yo”, gritaba sobre el ruido que hacía.“¿No me conoces? Mira, te quiero presentar a … “, endulzaba mi trato pero nada. Cuando logré abrir la puerta y la luz bañó la cara y figura de la chica, se calló. La miró un segundo y le ladró más fuerte. Al ver la escena, el enojo me invadió y lo eché al fondo. “Disculpa, no sé qué le pasa al bobo este. Más tarde voy a hablar con él”, me excusé. “No pasa nada, capaz no le caigo bien” me dijo ella y agregó: "Dicen que los perros sienten cosas que nosotros no”.

No duró mucho la relación con esa chica, apenas si llegamos a cuatro meses. Sin embargo, eso no impidió que me enganchara hasta la médula. Para ella había sido eso nada más: un metejón de un día, como dice el tango. Por las noches de ese verano me tomaba una cerveza en la vereda y sacaba al Negro a la calle. En un momento, después de correr libre, se sentó a mi lado y tuve le tuve que reconocer: “tenías razón esa noche, boludo. Nunca más desconfío de tus ladridos, tenés un olfato detector de mala humanidad ¿Qué haría sin vos?”.

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