miércoles, 21 de diciembre de 2016

El desarraigo


Cuando te vas lejos pero no tanto, no es sufrimiento lo que tenés. Es una mezcla: la melancolía que llega con el viento y la tristeza de no pisar tu cordón. El tiempo, amigo  del desarraigo, hace las veces de monito comodín y lastima en situaciones finamente seleccionadas. Acostumbrate a largar lo de adentro, porque siempre vas a ser ese, no hay modernidad que pueda con tu corazón. 

Por Lucas Jiménez

El día del muchacho arranca tan cotidiano que congela sentimientos, tan rutinario que automatiza movimientos. Por ese sendero delimitadamente cercado transitan los minutos, que se acumulan hasta formar horas, que a su vez se juntan en una esquina hasta formar un atardecer, ambos verán triplicar la gente arriba de los bondis, harán inventario de auriculares salvadores entornando oídos y serán testigos de todo lo visible así como cómplices, sin saberlo, de lo invisible.

El muchacho es testigo y cómplice, a veces (como ahora) declara y otras calla, mitad por cansancio y mitad por evitar situaciones forzadas. Hace algunos meses cambió su vida, su estadía, ganó tiempo, perdió calidez, duerme más, disfruta menos, sus piernas están más descansadas, su cabeza está agotada. En el partido de su cabeza hay algo que le revienta el travesaño y hace revolcar a su arquero: el desarraigo.

Entonces aprovecha los viajes, que ahora son más cortos, para descifrar miradas que denoten que esa persona está ahí, pero no es de ahí, no es de ese subte, de ese colectivo o tren, no es de ese barrio, provincia o país. Este último casillero del desarraigo es el favorito del muchacho que ahora deja pasar 1, 2, 3 bondis para viajar más cómodo y antes volvía a su casa en modo pogo de Ji Ji Ji empujando y corriendo para ganar minutos.

La noche anterior a esta tarde, el muchacho aprovechó el insomnio para escribir en su cabeza un lema a implementar al día siguiente: “Angustiarse menos, emocionarse más”. Como si las emociones fueran un colectivo de la línea 37 y pasaran cada 5 minutos por nuestra cuadra o como si fueran algo que se pide para acompañar el café con leche.

Quizás lo tinado sería que el cometido fuera: “prestarle atención a las cosas que te emocionan y emocionarse cuando suceden”. Al muchacho lo emociona cuando se exterioriza el desarraigo y más cuando está a muchos kilómetros de distancia. Recuerda un fragmento del libro que más lo marcó en su vida, “Cristo con un ´fusil al hombro”, del periodista polaco Ryszard Kapuscinski:
“El fedayín que está sentado junto a nosotros se ha presentado del siguiente modo:
-Ahmad Shury de Bet Shemesh, a veinticinco kilómetros de Jerusalén.
Ahmed tiene diecinueve años, nació en un campo del Líbano y nunca ha pisado Bet Shemesh. Pero se presenta de esta manera, porque así se lo ha enseñado su padre. Ahmed lo sabe todo de Bet Shemesh. (…) Sólo la unión del nombre de la persona con el de su tierra constituye una presentación plena y digna.”

Mientras piensa en el sentido de pertenencia de los palestinos despojados de sus tierras, deja subir a una señora mayor al 126, él lo hace después, baja la mochila a la altura de las rodillas y busca huecos en el colectivo, que a esa altura de la tarde no escasean.

Jugar a ser Iniesta en un bondi es uno de los juegos que más lo divierten desde que los distintos trabajos lo llevaron a recorrer todo el conurbano bonaerense y la Capital Federal. El juego consiste en adivinar las caras de los que están próximos a bajar. Como en el fútbol este juego requiere de espacios para llevar bien a cabo la idea táctica. Pero a las 6 y media de la tarde los espacios escasean como en un partido contra Olimpo en el Carminatti con el local ganando 1 a 0.

Sin embargo agarra la lanza (o la mochila) y va, pasa a 1, 2, esquiva un codazo de uno que justo se le dio por rascarse la espalda, sube 2 escalones y encuentra un hueco minúsculo entre 2 señoras. Una tiene 2 bolsones grandes cargados con frutas y verduras, que acomoda con los tobillos mientras lee el último libro de Víctor Hugo Morales. A la otra, quizás menos habituada a viajar en colectivo en estos horarios, se la nota molesta, empuja, se mueve, no encuentra su posición en la cancha ante la marca pegajosa.

El muchacho observa todo, no le da la energía para ponerse a leer el libro  que tiene en su mochila y a su celular no le queda batería para darle música. El que sí tiene carga en su celu es un pibe que está justo frente a él y revisa varias páginas de Facebook, la mayoría con un tema en común: el partido de Eliminatorias que jugarán en unas horas Chile y Perú.

Por la cantidad de fotos de Paolo Guerrero que Me Gustea, el muchacho  intuye que el pibe es peruano. En cada click abraza a su abuelo que está en Lima, juega con sus primos de Cuzco a los que no conoce más que por fotos y sueña con que ese 126 no termine en el Cementerio de Villegas sino en la vieja casa de su padre en Villa El Salvador, donde termina el Metro de Lima.
El pibe enloquece de tanto soñar, imagina un festejo con sus compañeritos de escuela al otro día por un triunfo de su selección y no las cargadas que sufre a diario en el primario al que asiste en San Telmo. Cada tanto sonríe solo, escribe puteadas a Arturo Vidal en un foro y sentencia “Vamos Perú, a estos putos les tenemos que ganar”.

El muchacho que está próximo a bajar, tiene ganas de decirle alguna frase futbolera al pibe que contenga los jugadores Farfán, Galliquio y Flavio Maestri, pero no se anima y desciende del colectivo en pleno barrio de Boedo.

Antes de ingresar al departamento pasa por el supermercado asiático de la esquina donde va siempre cabeza gacha y entra y sale en tiempo récord. Pero hoy no, hoy está sensibilizado, más de la común, escucha música japonesa sonar de un parlante pequeño, alguien atiende comiendo comida enlatada, no logra ver que hay adentro pero sí que las letras de la lata están escritas en letras chinas, japonesas, o vaya a saber de dónde.

El oriental que atiende casi ni mira, ni escucha al cliente, su vista está mitad en la lata y mitad en el celular en el que está viendo un video, su oído es todo de la música de su país. El que hoy oficia de cajero tendrá unos 40 años, tiene una hermana que tendrá la mitad, cuando cambia la persona que está cobrando cambia la música. La hermana con vergüenza como quien sabe que está cometiendo una deshonra para la familia pone Ricky Martin o Enrique Iglesias cada vez que se queda sola, no se anima a demostrarle a sus parientes que a ella el desarraigo no le sienta tan mal.

Hay cambios externos que cambian a algunas personas, las mejoran y hay otros que las mejoran por fuera y las entristecen por dentro o las empeoran en todas sus facetas. Hoy el muchacho tardó más en agarrar su bidón de agua, pagar e irse. Sin embargo ahora ya cruza la calle y se dispone  a entrar al edificio.

Ya no tiene que recorrer más un pasillo largo para llegar a su casa, ahora toca un botón, aparece un ascensor y en segundos ya está dentro de su hogar. Entonces ingresa con la cabeza en cualquier lado, movilizado por lo visto, sin poder explicarlo en palabras. Pone música y el aleatorio en este caso le tira un centro a la cabeza, “avanzar difícil de tiempos modernos, siempre el mismo fuego nos trae el calor, mostrando ilusiones dormimos mejor,juego mi cabeza, me voy caminando hacia el barrio del sur”, cada frase de “Apago la luz” de La Covacha que suena le genera un collage de imágenes, un sin fin de emociones.

Como si fuera un sueño cierra los ojos, piensa para atrás en el camino recorrido, se emociona y llora, llora como hace tiempo no lo hacía. Cada lágrima que cae es un gramo de desarraigo que se acumulaba en la panza, en el pecho o donde encuentre lugar.

Piensa qué es esa palabra que ahora lo hace llorar y deja de hablar en tercera persona:

“El desarraigo es una forma de vida que llevas cuando te vas de tu sitio de origen, es una manera de vestirse, es como caminas, los adjetivos que utilizas para demostrar alegrías, las puteadas que más usas en momentos de bronca, es el chiste que te hace reír, es aquel que no entendés, es una remera de tu club, un tatuaje, una renguera y una zapatilla apenas atada, es un Me Gusta a una foto de Paolo Guerrero, un arroz enlatado en el horario de la merienda, una música desconocida para el de al lado que te moviliza solo a vos, es una lágrima que cae, otra que no cae y se oxida por dentro, es una mirada perdida en el medio del caos y es todo aquello que sos cuando descansas en un lado mientras en el barrio vive“la nostalgia del que fui y ya no seré”.


jueves, 21 de julio de 2016

Berretines de barra

Frutillas en la rodilla producto de esa avalancha, una remera metida adentro del pantalón para ir de visitante, alguna cábala respetada a rajatabla, un recuerdo entre tantos y un arrebato juvenil, genuino, muy lejos de ser apología de los que viven del club, es un ejemplo más de todo lo que puede generar en un hincha, algo tan simple como una pelota cruzando la red, tan único e irrepetible como un gol de tu equipo. Aquí una historia de sangre corriendo por el cuerpo y un salto a la euforia, de cara a la cancha, porque la alegría mira de frente, lo turbio alienta de espaldas.

POR LUCAS JIMENEZ

El arquero visitante se queja de la luz en el Florencio Sola y esta vez con razón. No es Gustavo Campagnuolo, es Mauricio Caranta, el 1 de Instituto que acaba de desviar al córner un remate del riojano Cristian Leiva. Es viernes a la noche y yo desde la tribuna, espero que se resuelva la situación. Es febrero y los fines de semana en la vida de un adolescente se viven en modo “a vivir que son dos días”. El sargento Daniel Giménez lo suspende y la historia seguirá más de un mes después, solo para unos pocos, para los privilegiados que no laburan en la semana.

Ese Banfield de Julio César Falcioni disputaba la Copa Libertadores por primera vez en la historia del club, cada hincha podría escribir un libro de todo lo que vivimos esos 6 meses, solo algunos incluirían en su crónica de los hechos lo que pasó un mediodía del martes 22 de marzo.

Yo transitaba mi último año de secundaria y estaba con un ojo en lo que pasaba en Banfield y con el otro en lo que hacía el fin de semana. La escuela era el tren que tenía que tomar obligatoriamente para ir a destino, no por nada terminé de rendir todas las materias un año después de egresar.
Pero volvamos a ese martes. Al partido suspendido le faltaban 12 minutos y estaba pactado para las 17, lo que suele ocurrir con los partidos entre semana que se juegan a esa hora es que los hinchas van llegando con el cotejo empezado, pero acá el que llegaba tarde se perdía todo.

Yo salí de la escuela en Lomas y emprendí la caminata con algunos amigos hasta la cancha, la previa duró más que el partido porque compramos un Vin Up con “extracto de hierbas vegetales”, eso decía el cartón a modo de “ojota, te vas a empedar pero con cosas naturales”. Vale recordar que era marzo, hacía calor y  hasta ahora ninguna mente brillante inventó el combo que los mercaditos te vendan el cartón de vino con un par de cubitos para hacerle un favor al estómago del que lo está comprando.
Tenía el hígado virgen todavía así que jugó de titular Walter Pico y entre humo terminamos el cartón y entramos a ver esos 12 minutos de Banfield-Instituto que iban 0 a 0 hasta la reanudación.

Nos ubicamos atrás del arco como siempre, en la Valentín Suarez baja, no había tanta gente, solo los no laburantes, algún que otro barra y la gente en edad escolar, como nosotros. 

El partido arrancó, se iban a jugar 2 tiempos de 6 minutos, algo muy del fútbol argentino. Creo que pocas veces, por no decir nunca más, vi a Banfield crear tantas chances de gol en 12 minutos, el arquero de Instituto, Mauricio Caranta, ya mostraba sus dotes que luego lo llevarían a ser campeón de Copa Libertadores con Boca. Se desparramaba de acá para allá. Ya dije que Banfield por ese entonces jugaba la Libertadores, por lo que ponía suplentes en el torneo local y estaba último en la tabla de posiciones. 

Ese día sin embargo jugaron todos los titulares: Leiva, Chipi Barijho y el Flaco Bilos, por nombrar a algunos. Falcioni hizo cambios ofensivos, entró Martín Andrizzi y lo fue a buscar pero la pelota no quería entrar.

Desde la tribuna yo estaba en época de “cantando se ganan los partidos” y dejaba mi voz en cada canción, eran pocos minutos para alentar así que no había que dejar huecos de silencio. Así lo entendimos los privilegiados que estábamos presentes, que no éramos tantos (no voy a decir cantidades para no servirles comida en el plato a los que cuantifican la pasión y grandeza de un club según la gente que va a la cancha un martes a la tarde).

Por la banda izquierda Bilos desbordaba, Andrizzi metía diagonales y el gol estaba al caer, como el final del partido. Volver a casa un martes a la tarde, con resaca, un 0 a 0 y una última posición en la tabla no estaba nada bueno, ya pensaba seriamente en convencer a mi vieja para faltar a la escuela al día siguiente.

Pero no, el destino tenía algo preparado, busqué la jugada en internet para contarla con detalle pero no la encontré. En mi recuerdo hay miles de rebotes en el área, el grito de gol atragantado que se transforma en hipo a cada segundo, nadie la empujaba y uno empieza a saltar en el lugar. De repente aparece la pierna de Martín Andrizzi y la pelota entra al arco, es gol. En la tribuna me arrebaté de felicidad, el Vin Up se me subió a la cabeza, salté alto a lo Flaco Bilos, tan alto que termino en el cemento de la punta de un paravalanchas. Aun hoy soy una persona que le tiene mucho vértigo a las alturas pero en ese momento no me importaba nada más que gritar el gol y aletear los brazos.

En un momento termina el grito de gol y, poseído por estar ahí arriba, empiezo un cantito: “yo no soy como esos que se quedan en casa, escuchando la radio para ver lo que pasa…” Me sigue uno, me siguen 2, me siguen todos, por primera vez en mi historia de hincha empezaba un cantito.

Cuando me bajó la adrenalina, me subió el vértigo, bajé del paravalanchas con el partido terminado y el 1 a 0 que nos sacaba del fondo de la tabla. Ese Banfield de Falcioni terminaría 2° en el campeonato local y quedaría a centímetros de eliminar al River de Mascherano y Gallardo de los cuartos de final de Copa Libertadores.

Yo por mi parte volví a la tribuna al partido siguiente, agrandado por haber empezado una canción subido al cemento, pero no existían tantos testigos del acontecimiento, por conocidos en el ingreso de la hinchada, agarré una sombrilla que pesaba más que yo, cuando llegué al medio me la sacaron. Ahí me di cuenta que yo no era eso y que por suerte mis 5 minutos de barra ya habían pasado.

*Esta nota basada en hechos reales no intenta hacer apología del hincha, ni del hinchismo, es un puntapié para invitar a otros a que cuenten alguna historia de cancha, si prefieren la garrapiñada o el maní pelado, comerse las uñas o comentar algo con el de al lado, ir en los micros de visitante o viajando (cuando se podía ir de visita obviamente), alguna cábala, algo que los identifique como hincha genuino y que los hermane con el sentimiento similar que debe tener otro/a solo que con otros colores en su corazón. 

miércoles, 22 de junio de 2016

Olfato detector

Dicen que los perros de Calzada te avisan verdades entre ladridos. Un viaje en Literatura al sur del sur. Para que nunca dejes de escuchar a los canes de tu alrededor. Para no dejar de creer en el amor, pero con cautela,  que en un ladrido puede estar la solución. 

POR ADRÍAN BARRERA

Hace unos años llegaba de madrugada a la puerta de mi casa con una chica que me gustó por mucho tiempo. Desde que la conocí me había encantado de una manera que no me había pasado nunca antes. Cuatro años de espera habían pasado hasta esa noche en la que, luego de estar en un bar de San Telmo y habernos dado el primero de muchos besos, finalmente conoció mi casa. No es que fuera de muy lejos pero que alguien que despierta cosas en vos llegue a tu puerta es como mínimo importante.

El efecto de las cervezas artesanales se manifestaba a través de nuestros cálidos y colorados rostros. Entre preguntas que nos hacíamos sobre el pasado salíamos a fumar a la entrada del lugar y el frío neblinoso no borraba nuestras sonrisas. A las cuatro y media decidimos partir del bar y aproveché la caminata por las angostas veredas para preguntarle si quería conocer Calzada, tonta maniobra para intentar disfrazar el hecho de que me acompañe a mi casa. “Vamos y te quedas hasta que sea de día, o por lo menos hasta que llegue un remís que conozcas para que yo me quede tranquilo de que vas a llegar bien”, le dije con la intención de convencerla. Dudó unos segundos, hasta que con su sonrisa borracha me dijo “bueno, dale. Pero me pido un remís y me voy. No me puedo quedar hasta que se haga de día, mi papá no sabe nada que salí con vos. Mi vieja si, pero bueno…”. “No te hagas drama”, contesté mientras dábamos pasos que buscaban firmeza.

Al llegar a una avenida, tomamos un taxi, ambientado con temas de Roxette, que nos llevó hasta Pompeya. Allí subimos al 177 para llegar finalmente a las cinco y media a Calzada. En el viaje se durmió mientras yo frotaba sus manos para que se calentaran, dado que íbamos con la ventanilla abierta para que no se descompusiera. Al bajar, y cruzar la calle se resbaló y cayó. Cuando su rodilla golpeó el helado asfalto no supe qué hacer. Me daba gracia pero a la vez no podía reírme y la tenía que ayudar. Cuando levantó su mirada y nuestros ojos se encontraron soltó una carcajada a la que me uní. Ahora sólo seis cuadras nos separaban de nuestro destino final.

Cuando llegamos, traté de hacer el menor ruido posible para que los perros no se despertaran e hicieran barullo. Algo falló y la jauría salió desbocada a la puerta lateral. El Negro encabezaba la pequeña manada de seis y como tal era el que más fuerte ladraba. Lo que menos tenía era el aspecto tierno que sale en las fotos que suelo publicar. Mostraba los dientes como nunca y cuando le hablaba para calmarlo redoblaba el tono de sus ladridos. “Eh, boludo, soy yo”, gritaba sobre el ruido que hacía.“¿No me conoces? Mira, te quiero presentar a … “, endulzaba mi trato pero nada. Cuando logré abrir la puerta y la luz bañó la cara y figura de la chica, se calló. La miró un segundo y le ladró más fuerte. Al ver la escena, el enojo me invadió y lo eché al fondo. “Disculpa, no sé qué le pasa al bobo este. Más tarde voy a hablar con él”, me excusé. “No pasa nada, capaz no le caigo bien” me dijo ella y agregó: "Dicen que los perros sienten cosas que nosotros no”.

No duró mucho la relación con esa chica, apenas si llegamos a cuatro meses. Sin embargo, eso no impidió que me enganchara hasta la médula. Para ella había sido eso nada más: un metejón de un día, como dice el tango. Por las noches de ese verano me tomaba una cerveza en la vereda y sacaba al Negro a la calle. En un momento, después de correr libre, se sentó a mi lado y tuve le tuve que reconocer: “tenías razón esa noche, boludo. Nunca más desconfío de tus ladridos, tenés un olfato detector de mala humanidad ¿Qué haría sin vos?”.

sábado, 28 de mayo de 2016

Fiebre de La Salada por la noche

Pasar una noche de sábado en la feria de Lomas de Zamora “La Salada”, puede ser un plan emblema del Conurbano Bonaerense. Empujones, descuentos, estafas y el cielo de llegar a fin de mes con unos pocos pesos, retratan una salida más movida que cualquier tour bolichero.

POR GABRIEL DAVILA

 A pocas cuadras, pero muy lejos, la noche de sábado de  Las lomitas no sabe nada de lo que pasa en Fonrouge y Alsina. O se hace la gila. En esa esquina lomense, cerca de la medianoche,  una  cuadra de cola espera la combi que te lleva a la feria La Salada.

 El frio pega fuerte y hay que hacerle frente. Las manos en los bolsillos y los gorros de lana acompañan la espera.  Algunos se animan al equipo de mate. Se habla poco para que el fresco  no entre por la boca. La noche es pura calma y nada matiza la espera.

 No soy amigo de las  muchedumbres. Y ese debe ser uno de los lugares donde menos me gustaría estar en el mundo.  Pero la diferencia de precios y principalmente  que mi novia  no vaya sola, me hace  estar esperando algún micro con la promesa de dos lugares libres (lugares que finalmente no van a aparecer).

 Por  cincuenta pesos los vehículos te dejan en la puerta, en algo más de media hora de viaje sin escalas. El olor a carne asada nos  da la bienvenida a la feria más grande de Latinoamérica, donde gente  de todo el país  viene a ganarle en  centro del ring a la crisis.

 La óptica  de los grandes medios, auspiciada siempre desde la Cámara de Comercio, la  muestra  como el reino de lo ilegal y el delito. Sin embargo,  hay mucho más detrás de ese universo con 8.000 puesteros, dos pisos, escalera mecánica, aproximadamente 500 micros por semana y puestos cotizados en dólares.    

 Sería un reduccionismo peligroso decir que entrar a La Salada es entrar a otro mundo, porque no es otra cosa que  defensa alta y cross a la mandíbula del mundo que está antes de las combis.  Pero lo que es cierto es que el tiempo ahí trascurre distinto.

 La feria está siempre viva.  Ahí no hay noche ni día. Invierno o verano. Fin de mes o principio. Los puestos van desde comida hasta farmacia, pasando por todo tipo de ropa.  La marea de gente te empuja de una manera constante. Nunca más, hasta salir de ahí, vas a volver a hacer pie.

 Es un gran monstruo que se mueve al unísono. Que respira y se expande. Todos caminan relajados pero atentos, como tomando marcas en un córner a lo que pasa alrededor.  Las opciones son muchas y varían no sólo en precio sino en calidad y forma.

 A horas de la madrugada sólo está abierta la feria “Punta Mogotes”, la más grande del complejo y la única techada.  La misma consta  de dos pisos.

 El piso superior tiene calzado y es el que primero se queda sin mercadería así que apenas llegamos había que dirigirse ahí.  Y el piso inferior tiene todo tipo de ropa y comida. Ambos pisos están comunicados por una escalera mecánica que remite a cualquier shopping.

De fondo se escucha una radio propia,  que luego de un par de cumbias hace una editorial sobre María Cash, la chica desaparecida, primero físicamente y luego de los medios dominantes. Además de su programación, la radio de La Salada  tiene  una bolsa de trabajo, donde se buscan reparadores de pc e instaladores de aire acondicionado.  

Afuera la noche sigue avanzando, adentro es  un  híbrido de horario. En ese limbo cultural, se mezcla el olor a café con el de la comida frita. Las bolsas ya no alcanzan y algunos (en su mayoría comerciantes) se llevan carros enteros de mercadería.

“¿Dónde está la bola, donde está la bola?”, grita un timador que monta un show del engaño y la estafa, con aplaudidores propios que aparecen de la nada. Un truco tan viejo como las justificaciones de los ajustes busca  foráneos distraídos para sacarle unos pesos.
Si bien los puestos son parecidos, los feriantes tratan de destacarse para llamar la atención del cliente con adornos, música fuerte y hasta bola de luces dignas de cualquier boliche.

Según el periodista económico  Alfredo Zaiat,  en un informe  presentado en  Página/12 llamado “La formación del precio de la ropa”, el costo de producir ropa equivale sólo 15 % de su precio. Por lo cual los fabricantes de la feria (que son prácticamente todos) manejan  un costo mucho menor que otros tipos de comerciantes, lo que lleva a hacer mucho más barato el producto final.
A pesar que los precios son claramente bajos, el regateo es tan constante como los empujones.   Y a medida que  pasan las horas se intensifican (los empujones y los descuentos).

Hora de pegar la vuelta

 Cerca de las 4 de la mañana decidimos pegar la vuelta. Las piernas entumecidas como después de tres pogos completos de un recital del Indio (con varios Jijiji incluidos) dan la pauta que el fútbol del domingo al mediodía me va a cobrar factura por la aventura del capitalismo de descuento.

 “Dale que faltan tres vueltas más”, arenga el chofer que promete devolvernos al centro.  Por un pequeño hueco de la ventana entra un hilo de frió
muy profundo.  Es como si fuera un rayo helado que te obliga a correr la mano. La velocidad que toma la combi, más el pequeño diámetro por el que entra el aire del mayo neoliberal, hace que duela bastante. Me tapo con una bolsa que tiene quince pares de medias que me costaron 120 pesos. Una ganga ante el frío de estos tiempos.


lunes, 16 de mayo de 2016

La Palito.

Crónica de la historia y realidad actual de Villa Palito. Un barrio que ha visto una completa transformación en  poco más de una década. Sus vecinos, que antes no podían acceder  a una vivienda ni a servicios como luz y agua potable, hoy afortunadamente tienen ese acceso, pero ven en riesgo la permanencia en sus hogares por la imposibilidad de pagar los servicios luego del aumento de este año. Además, el gobierno provincial anunció que se empezará a cobrar mensualmente por las obras que se han realizado en las gestiones anteriores. Algunos ya empezaron a considerar vender sus casas.

POR NATALIA HERRERA

Un nuevo barrio desde viejos ojos
            Como todas las mañanas, Antonia baja de su pieza, pone la pava y lee el diario mientras espera que esté listo el mate. Desayuna junto a su esposo en el comedor hasta la hora de trabajar. Su rutina no varia mucho según el clima, cuando hacer calor prende el aire acondicionado o el ventilador, cuando llueve se queda en casa trabajando. Pero los días de su familia no siempre fueron así  aunque vivieron más de 4 décadas en el mismo lugar, Villa Palito. Son unos de los vecinos que más años llevan en el barrio y hoy disfrutan de un día que muchos considerarían normal gracias a los cambios que se dieron.
            “Nosotros nos mudamos en el año 71”, cuenta Antonia, pocos años después de la formación del barrio durante la presidencia de Frondizi. Una época en la que todavía no habían muchas casas construidas. En principio, había unas pequeñas casitas cuadradas con techos redondos, todas iguales, parte de un plan de viviendas que nunca se llegó a realizar. La gente se empezó a mudar ahí y construir sus humildes casas de chapas y ladrillos. Primero estaban las casas de lo que era Barrio Almafuerte, pero con esa construcción a los alrededores, quedó todo incorporado en un mismo lugar bajo el nombre de Villa Palito
Los primeros vecinos venían mayormente del interior; chaqueños, correntinos, salteños, etc. Venían de otras provincias del país y conocían el lugar a través de algún pariente o conocido en Buenos Aires. “Mi mama venia por acá a vender sus productos, la traía un primo mío. Fue por medio de ella que yo conocí este barrio”, recuerda Antonia quien antes vivía en Villa Martelli. Vicente López. “Cuando vinimos, fuimos a vivir en el fondo del barrio. No teníamos luz. Pasamos muchas cosas, no teníamos agua y teníamos que ir a buscar todos los días a la fábrica de motores o a la planta de gas. Sufría mucho la gente que vivía acá antes”.

Sobrevivir sin lo necesario.
La construcción que carecía de control gubernamental  significó que los vecinos vivieran una situación en la que no tenían acceso a servicios básicos esenciales, una experiencia que muchas personas nunca conocimos en nuestras vidas.
         Hoy, es difícil imaginar un día sin cargar el teléfono, vivir sin heladera, o no poder mirar la televisión cuando uno llega de trabajar, pero era así la vida en Palito por la falta de luz. Los hogares del sector más alejado a Camino de Cintura  usaban linternas o lámparas pequeñas para iluminar tanto adentro de sus casas como afuera. La electricidad llegó formalmente recién en los años 90. “Antes no se tenia luz si uno no se colgaba, mucha gente murió por querer enganchar los cables a los postes de luz que estaban sobre la ruta”, relata Antonia con un aire de tristeza. “Tenían que comprar metros de cables caros y llevarlos hasta la ruta para conectarse. El cielo era una telaraña. Después cambió todo eso.”  La instalación no fue rápida, fue recién en el 88 que se colocó el primer transformador de Alta Tensión cerca de Camino de Cintura, y se hizo la instalación de energía eléctrica, pero perduraron las conexiones clandestinas hasta que llegó hasta cada una de las casas. Hoy todas las casas tienen energía y abonan sus servicios.
Aunque el barrio cuenta con desagües y cañerías que permiten que llegue el agua potable a cada casa, ni una gota de agua llegaba directamente a  los hogares las primeras décadas del barrio. Con el tiempo se instaló un tanque de agua comunitario al cual se conectaban canillas que salían a las veredas, no a las casas. Era de allí que la gente sacaba su agua para cocinar, limpiar, y bañarse. Los vecinos, entre ellos la familia de Antonia, formaron una cooperativa del agua que pasaba a cobrar a las casas una pequeña cuota. El tanque de agua estaba al costado de la vieja escuela, detrás en un pasillo. “Antes de eso, la gente caminaba cuadras con sus baldes hasta la MAN (una fabrica de motores), y de ahí sacábamos el agua”, cuenta Gladys, hija mayor de la familia.
Además del problema de la obtención del agua, existía también el de los desagües y cloacas, inexistentes por muchos años. Por un largo tiempo, cada casa tenía su pozo, o los residuos y agua sucia salían directo a las zanjas. Lo que quedaba de la antigua casa de Antonia hasta hace 2 años no tenia la instalación de cloacas que tiene hoy. Es difícil imaginar hoy el barrio con zanjas llenas de agua negra, estas desaparecieron con los trabajos de cañerías y apertura de calles realizados por el Programa de Mejoramiento de Barrios (PROMEBA). En espacial, por la ampliación de Camino de Cintura donde una de las zanjas principales separaba al barrio de la ruta. Cuando llovía, el agua no tenia escapatoria y los vecinos tenían que transitar el barrio con barro hasta las rodillas.
         A principios del 2000 entraron los camiones de Telefónica y la gente pudo tener teléfono en sus casas por primera vez. Después de unos años volvió a dejar de entrar porque la gente que había solicitado el servicio no pagaba. Fueron menos de la mitad las personas que pagaron sus cuentas. Toda la gente que sí pago, son los que mantienen hasta hoy el teléfono. Lo mismo sucedió con las empresas de cable un par de años después.
         La falta de servicios no era solamente por la ausencia de regularización estatal que no permitía brindar los recursos necesarios a los vecinos, sino también por la discriminación hacia la gente de “la villa”. Además de eso, para muchas de las casas era casi imposible que llegaran estos servicios, porque todo el barrio estaba construido con poco espacio entre casas, lleno de pequeños pasillos entre manzanas que encerraban cada vez más los hogares.

El crecimiento y la lucha por avanzar
         El límite del barrio estaba marcado por un lado por el paredón de la fábrica jabonera en el predio de la antigua fábrica de motores, a  4 cuadras de Camino de Cintura. En el otro lado, por un alambrado de Gas del Estado que impida la entrada al pequeño bosque. Ese predio dejó de pertenecer a la empresa de gas cuando el Estado lo designó al territorio del barrio con el Plan Arraigo, pero el “bosquecito” siguió en las mismas condiciones. A pesar de eso, no impidió que familias  tomaran como asentamiento el lugar. La misma gente del barrio tomaba la tierra; algunos se instalaban allí y otros vendían terrenos a gente de afuera y rápidamente hicieron sus casas. “Hay un montón de personas que fueron y vendieron todas sus tierras para poder pagar y venir a vivir acá.”, cuenta Antonia sobre sus vecinos. El problema fue que esas tierras eran parte de un plan que otros vecinos estaban pagando para obtener los terrenos de forma legal. “La comisión del Plan Arraigo era engañosa, porque no había plata en el país. La gente depositó la plata en el banco, pero sus casas y terrenos nunca llegaron”.
         Durante las presidencias de Menem se empezó a formar la cooperativa barrial y la gente empezó a trabajar con la comisión. “Kirchner asume en el 2003, ahí fue que vino y tomo fuerza completa la cooperativa”, recuerda Antonia.  Una de las primeras edificaciones fue la del colegio, en las tierras que habían sido incorporadas al barrio. Después, poco a poco, se construyeron las casas en el mismo lugar. “Hubo mucha lucha para que se haga el barrio, Juan (Enríquez) y un grupo de gente que trabajaba con la cooperativa pidieron para que se hagan casas, porque solo iban a darle a la gente las tierras sin un plan de viviendas”. Pidieron que se dieran 100 casas a la gente en forma de plan de trabajo, pero el pedido fue rechazado en un principio. “Acá hay albañiles, hay plomeros, hay pintores, hay de todo para hacer las casas, y la intención era también que ellos pudieran trabajar cuando se formó la cooperativa.” Cuando hicieron en menos de seis meses esas casas, fue bien visto y ganaron un respeto al demostrar que era un proyecto que se podía hacer. Eso logró que se pudiera continuar en el resto del barrio.
         Lucharon más de 5 años para que se haga este trabajo tanto en materia de trabajo como la insistencia de reunirse entre vecinos y representantes de los respectivos gobiernos. Iban y venían a La Plata con un grupo para luchar y cuestionar lo que se estaba logrando. Lo primero que lograron fue ingresar  a la municipalidad 8 planos hechos por Sebastián Galeano. Lo único que modificaron del plano elaborado por el maestro mayor de obras fue la apertura de la calle principal porque para eso se necesitaba demoler parte del tinglado de la capilla, y para el barrio “la capilla es intocable.”
         “La lucha mayor fue por los planes de vivienda, porque se planteo que por más que se den las tierras para hacer las casas, la gente era muy pobre y no tenían posibilidades de construir sus casas. Por eso pelearon para que se implemente algún tipo de plan”, recuerda Antonia. Eso mismo lo consiguieron trabajando con los gobiernos municipales y provinciales. En poco tiempo se incorporaron los trabajos del PROMEBA para la apertura de calles,  que llevó a que las casas que originalmente estaban más cercanas a la ruta sean reconstruidas en el territorio agregado para poder hacer los trabajos de infraestructura en todo el barrio. El PROMEBA realizó los censos para planificar la construcción de las nuevas casas y decidir como las antiguas iban a ser modificadas para permitir el asfalto de calles.
         “Acá, cuando se empezó a hacer el plan de viviendas, volvió mucha gente que ya no vivía más en el barrio, pero venían a pelear por la casa. Se quejaban que les correspondía una casa, pero ya no tenían derecho”, comenta Antonia. Ese fue un gran problema en las negociaciones y planificaciones del nuevo barrio.  También se dio el problema de que algunas familias numerosas necesitaban un lugar más grande, o que parejas se separaban y pedían una casa para cada uno. “La gente en otra época pedía trabajo, acá se empezó a pedir casas”, reflexiona.
         “No saben valorar todo el trabajo, no cualquiera sabe todo el sacrificio que hicieron para pelear por esto que tenemos; Juan desde la cooperativa y la política, Sebastián desde la parte técnica como maestro mayor de obras, junto a todos los de la cooperativa. No fue fácil porque en algunos lugares a Juan lo sacaban del brazo de reuniones por ser de la villa y sin vergüenza él volvía a entrar, y así fue ganándole a todos”, comenta orgullosa Antonia.
         “Para la persona que verdaderamente conoce la historia del barrio sabe que no fue fácil y tampoco que fue no más porque vino Kirchner y se hicieron las casas desde el Estado. No. Hubo mucha lucha acá, mucha organización anterior, y mucho esfuerzo para llegar a lo que es hoy”, analiza.  Los trabajos realizados en el barrio son de gran ejemplo para gente de todo el país. La cooperativa madre recibe a cientos de funcionarios y cooperativas del país para compartir sus logros y servir de modelo para los barrios que buscan urbanizarse. “Es el barrio más hermoso, hasta más que muchos barrios residenciales. La cooperativa es un grupo muy organizado, fue una lucha muy organizada”, asegura.

         Gracias a años de organización y esfuerzo, “hoy podemos disfrutar de todo lo que no teníamos antes”, dice Antonia emocionada, y se vuelve a sentar a tomar mate acompañada de su hermana que hoy la puede visitar sin taparse de barro para llegar. Juntas disfrutan de la calurosa tarde en el comedor con el ventilador prendido mientras miran una película en la tele antes de que tenga que volver a trabajar.